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LA MUNICIPALIZACIÓN DEL CARGO 
DE TAMBORILERO
Pero va siendo ya el momento de centramos definitivamente en nuestro tamborilero. Y quizá no estaría de más empezar por decir que por encima de los acostumbrados enredos de nomenclaturas acerca de nombres como juglar, tamborino, tambor, alambor, tamboril, tamborintero, etc., que aparecen en la documentación de la época, es innegable que la mayor parte de los ayuntamientos vascos comenzaron a contar con tamboril asalariado fijo durante los siglos XVII y XVIII. Como he indicado en otro lugar, esta minúscula orquesta de flauta y tambor era el instrumento más usual del país, y en ocasiones la ínfima consideración social que tenía hacía que muchas villas tuvieran que recurrir a tamborileros foráneos para sus diversiones. Como expresivamente comentaba Martín de los Heros (1926:419):
“Prevalecía contra ellos lo mismo que contra su progenitor el tambor y los que le redoblaban la misma repugnancia y preocupación que contra otros músicos, y principalmente contra los que tocaban los tambores, pífanos y trompetas en el ejército, que para realzarlos un tanto se les distinguía con la librea de la Casa Real”

En efecto, en algunos lugares, como Valmaseda (ibid.) o Hemani (Apezetxea 1992:49), aparentemente fue el ayuntamiento el mayor interesado en contar con tamboril asalariado en su municipio, y para ello no dudó en conceder como aliciente a músicos de otras localidades terrenos procedentes del comunal, sin terminar de conseguirlo. Por contra en otros, como en el caso de Rentería, ocurría más bien lo contrario: la aceptación por parte del ayuntamiento del ofrecimiento de un candidato al puesto. (Ansorena Miranda 1991:443)
 
  Un aurrezku. Grabado de J.E. Delmas (mediados del s. XIX). Detrás de la cuerda, sentados y con el atributo de su cargo, aparecen los alcaldes.
Con todo, frecuentemente el puesto de tamborilero llevaba aparejadas otro tipo de pequeñas funciones municipales, que iban desde tocar el pífano y el tambor en los alardes de armas (Ansorena Miranda 1996:37) hasta el puesto de enterrador (Irigoien 1987:26), pasando por los de pregonero, cartero, campanero, cuidador de la torre o alguacil. En muchas ocasiones, además, el tamborilero ejercía también de maestro de danza.

Porque la razón económica no era la única que movió a los ayuntamientos a la creación del puesto de tamborilero municipal. Ya hablamos de que, al producirse a lo largo del siglo XVIII las polémicas sobre las danzas , el tamboril se encontraba en el ojo del huracán, al ser el protagonista directo del baile. Con el control del tamborilero, los ayuntamientos controlaban el baile, y con ello tanto su vertiente moral como la de ejercer la autoridad y diferenciación social. En fecha tan lejana como la de 1651, por ejemplo, el ayuntamiento de Rentería tenía ya buen cuidado en incluir en su mínimo reglamento de contratación de tamborilero municipal la prohibición expresa de realizar danzas durante la noche (Ansorena Miranda, p. 443);
 
“Y sus mercedes, atendiendo a que ha de haver en las fiestas públicas quien regocije el pueblo, le señalaron 16 ducados de vellón por este año con que los tres días últimos de carnes telendas, los de el corpus, su obtavario, San Juan y San Pedro y nuestra señora de Agosto, debalde sin hacer ausencia, y que en los días festibos haga la música a tiempo y horas tempranas de modo que se escuse el escándalo de andar dançando de noche”

Con el tiempo, las funciones del tamborilero municipal fueron aumentando. Larramendi (1754:239) y otros autores mencionan la costumbre que ha llegado hasta nuestros días de tocar durante los días de fiesta la alborada, esto es, de despertar a la población. El propio jesuita  lo expresa así:
“En días de fiesta y otros señalados [los tamborileros] deben salir a una con el sol a dar vueltas por las calles y alegrarlas, y después dar la alborada, que llaman, a las puertas de los cargohabientes y otros particulares de su devoción”

Está claro, pues, que no cualquier vecino podía recibir la visita matutina de los tamborileros. El sólo hecho de recibirlos debió ser sin duda todo un símbolo de distinción social. Y ello hasta fechas tremendamente tardías: en 1892, el ayuntamiento de Rentería prohibía a sus “músicos juglares” dar alboradas a criados, pudiendo hacerlos solamente a cabezas de familia, excluyendo a braceros o jornaleros (Ansorena Miranda 1991:451). Dicha decisión pasará al reglamento de la banda, nada menos que en 1921 (XX 1980:191). Más curioso aún resulta el reglamento de Tolosa, redactado en 1913, en el cual se afirma textualmente (ibid.):
“Los tamborileros no podrán dar alboradas sino a cabezas de familias bien acomodadas y a tal efecto indicarán al Sr. Alcalde las personas a quienes consideran pudientes para solicitar su autorización”

Lo verdaderamente curioso es que eran pues los tamborileros los que debían redactar una lista de las “personas pudientes” que merecían el honor de recibir la alborada. Es de suponer que el ayuntamiento se encargaría después de revisar la susodicha lista para que no se colara ningún intruso. En cualquier caso, queda clara la significación de diferenciación social que suponía el tamboril(2).

El tamborilero, en su calidad de músico municipal, se encargó también de acompañar a la autoridad local en cualquier momento solemne, como procesiones, desfiles u otras celebraciones. En 1756, por ejemplo, el ayuntamiento de Bilbao, con motivo de la inauguración de la iglesia de San Nicolás de Bari, se presentaba(3):
“en comunidad y vestido de gala en la plaza, según era usanza antigua, precedido de los tamborileros que tocaban la marcha concejil”

También tenemos testimonios de la presencia continuada de los tamborileros en la celebración de las Juntas Generales de Guipúzcoa (Bagües, p. 33; XX 1990), así como a las Juntas Generales de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, que se celebraban cada año en una localidad distinta (Bagues, p. 228). En estas últimas, además, los tamborileros obsequiaban durante el primer día a los socios con una alborada. Por lo que respecta a Pamplona, donde como recordamos no existieron tamborileros municipales hasta bien entrado nuestro siglo, conocemos por variadas descripciones el gran número de tamboriles, en ocasión cercanos al centenar, que acompañaban al ayuntamiento en las procesiones de San Fermín (Aramburu 1993)(4).

Indudablemente, ello tuvo que hacer que su imagen se considerara como vinculada en alguna medida con la autoridad. Tampoco es desconocida su faceta de heraldo, como miembro insustituible del protocolo que acompañaba a la llegada o salida de personajes de categoría (podemos encontrar, en este sentido, ejemplos referidos de nuevo al conde de Peñaflorida en Bagües, p. 220), o en cualquier otra circunstancia en la que se quisiera solemnizar un acto. José Luis Ansorena, por ejemplo (1991:445), ha mostrado la presencia del tamboril en el reconocimiento de los mojones que efectuaba periódicamente el ayuntamiento de Rentería.

En mi opinión, pues, parece claro que la municipalización del tamborilero supuso para las autoridades municipales vascas el medio fundamental para mantener bajo su control la danza popular, con todo lo que ésta suponía tanto de supervisión de la moralidad pública por un lado, como de ceremonia de jerarquizada cohesión social por otro. Pero no es sólo la danza: también la propia música del tamboril se va a utilizar cada domingo para recordar al pueblo llano que las diferencias sociales existen. Con todo, la participación del tamboril en todos los actos públicos en los que intervenía el poder municipal tuvo que hacer que su figura se asociara a los mecanismos de poder local. Si no, no podríamos entender que los machines marcharan en sus motines al son de los tamborileros de la misma manera en que lo hacían con la bandera de su localidad o incluso alguna autoridad municipal. Y es indudable que ello tuvo que contribuir en mayor o menor medida a la dignificación y elevación social de su oficio que se van a producir en este momento.
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1 Es curioso que este documentado artículo, aparecido  en la revista Txistulari la última vez que se editó en Navarra, no lleve firma. Aparecen en cambio perfectamente explicitadas las referencias de estas citas, obtenidas en el Archivo Municipal de San Sebastián.
2 Según comunicación personal de Sixto Iragui, miembro de una de las primeras formaciones de la banda municipal de txistularis de Pamplona, ésta, en sus inicios (a principios de 1os años cincuenta de nuestro siglo) seguía esta costumbre de dar la alborada a los concejales durante las mañanas de los sanfermines.
3 J. E. Demias: “La Iglesia de San Nicolás de Bari: Pasado y Presente”; cit. en XX (1980:18)
4 La función ceremonial de los txistularis ha sido lo suficientemente importante como para dedicarle un número completo de su revista, el 142, el año 1990.

 


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