Erabiltzailearen balorazioa: 5 / 5

Izarra GaitutaIzarra GaitutaIzarra GaitutaIzarra GaitutaIzarra Gaituta
 
 
 
Las lenguas se conservan puras y en sus límites naturales por el aislamiento; empiezan a corromperse desde el instante en que los que las hablan abren entre sí comunicaciones frecuentes y desaparecen totalmente cediendo al influjo que ejerce sobre ellas la que el govierno tiene adoptada por suya.
 
En consecuencia de este principio, la lengua bascongada ha debido ir experimentando los efectos de aquellas dos causas. No obstante la rapidez con que va cediendo el campo a la lengua castellana pudiera en gran parte tener su causa en la práctica introducida en nuestras escuelas de primeras letras, para enseñar esta última a los que asisten a ellas. Si, al efecto, se hubiese adoptado un método regular y conforme a la naturaleza de las cosas, hubiera sido de esperar que la lengua española no hubiese podido caminar a pasos tan agigantados (*).
 
Es verdad que un método semejante era imposible en un principio por falta de medios, no habiendo, según el Padre Larramendi, impreso ni manuscrito bascongado anterior a la mitad del siglo XVI, y siendo este Padre el primero y único que nos ha dado un diccionario y una gramática de nuestra lengua; pero es inconcebible cómo, desde que lo hemos tenido, hemos podido tolerar la práctica actual de nuestras escuelas, la más absurda que se puede imaginar y al mismo tiempo la más a propósito para acabar por sí sola con el bascuence.
 
Aun cuando no nos hubiesen descubierto nuestros filólogos las preciosidades que encierra nuestra lengua nativa, llamando sobre ella la atención de los sabios y cuerpos literarios de Europa, y encomiando su mérito filosófico, la sola consideración de ser ella el vínculo que más estrechamente nos une con nuestro privilegiado suelo, confraternizándonos de un modo tan admirabie como envidiable, hubiera debido bastar para que no la mirásemos con tanta indiferencia y procurásemos conservarla por todos los medios posibles.
 
Ya que pues empezamos a lamentarnos de la marcha rápida que lleva a su total desaparecimiento, veamos si podemos contenerla, o al menos hacerla más lenta, destruiendo la causa que seguramente la acelera.
 
El método que se sigue en nuestras escuelas para enseñar el castellano a nuestros jóvenes, consiste en dos errores a cual mayores: 1.° en hacerles leer desde el alfabeto en lengua castellana; 2.° en obligarlos a que la hablen, sin preparación ninguna anterior.
 
Es error enseñarles a leer en castellano; porque a poco que se observe sobre lo que hacemos, cuando leemos con alguna soltura y velocidad, se verá que más bien cxecutamos esta operación, adivinando las palabras desde las primeras sílabas, que fixando la atención en particular sobre cada sílaba. Asi es que leemos con más facilidad las materias conocidas que las que nos son extrañas, y si no fuera porque prevemos las palabras por algunas letras o sílabas, nunca leeríamos con la velocidad con que llegamos a leer a fuerza de tiempo y experiencia; ni descifraríamos muchos manuscritos, ilegibles por lo antiguo y defectuoso de su letra.
 
De esta observación se infiere que enseñar a los niños a leer en castellano es dificultarles esta operación, tanto trabajo por sí, aun cuando se conoce la lengua en que se aprende a leer.
 
Es también error el obligar a nuestros jóvenes a hablar en lengua castellana sin ninguna preparación anterior; porque en la alternativa o de condenarse a la mudez en la edad más locuaz, o de ser castigados si hablan en bascuence, rompen como pueden en castellano sin más medios que algunas palabras sueltas y forman entre sí una especie de germanía o guirigai tanto más ridículo y chocante, cuanto son más opuestos los genios de las dos lenguas, quedando con resabios que apenas pueden dejar aun después que han seguido la carrera de las letras.
 
Pero ni la mayor dificultad, que introduce en la enseñanza la lectura, ni el pésimo castellano que hace hablar, son los resultados peores que dan el método, de que tratamos, sino que, proscribiendo de entre nosotros la lectura y el habla de nuestra lengua nativa, como un crimen, nos previene contra ella.
 
De aquí que, considerándola inútil y tal vez perjudicial nos desdeñemos de hablarla, tanto más cuanto no llegamos a poseerla bien en ningún tiempo.
 
En vista de eso, no es de extrañar, que hallando el castellano tan bien preparado el terreno, camine a pasos gigantescos y amenace con el aniquilamiento total del bascuence, como que hoy mismo se encuentran pueblos donde los padres aprendieron a hablar en esta última lengua y los hijos no la entienden, y donde los Párrocos actuales son los primeros que han empezado a predicar en la castellana.
 
Pasemos ahora a ver los efectos, que nos podemos prometer de un método regular de enseñanza.
 
De dos modos se aprenden las lenguas: o por imitación, o por principios.
 
Del primer modo se aprende la lengua nativa y las vivas, y del segundo modo las lenguas muertas.
 
El primer método es necesario e indispensable para poder hablar una lengua con expedición y buena pronunciación, pero tiene el inconveniente de que, al paso que se va aprendiendo, se puede oibidar la lengua propia.
 
El segundo método no puede por sí solo enseñar a hablar una lengua con soltura y buena dicción, pero tiene la ventaja de que por su medio, al mismo tiempo que se aprende la lengua forastera, se adelanta y perfecciona en la nativa.
 
Los bascongados, por nuestra posición y circunstancias, estamos en el caso de hacer uso y sacar partido de los dos métodos conjuntamente. En consecuencia, el método que se debe adoptar en nuestras escuelas de primeras letras, para la enseñanza de la lengua castellana, debe consistir en dos reglas diametralmente opuestas a las que se han seguido hasta ahora aquí.
 
Primera regla: se debe enseñar a los niños a leer en bascuence; segunda regla: se les debe enseguida poner en las manos varios libritos que contengan principios prácticos de las gramáticas bascongada y castellana, diálogos sobre conversaciones propias de su edad y la doctrina cristiana en ambas lenguas y —no se les debe obligar a hablar en castellano hasta que, con la lectura diaria de mañana y tarde de dichos libritos—, hayan decorado su memoria de voces y frases castellanas suficientes a juicio del maestro, para que puedan empezar a hablarlo.
 
El primer fruto, que se recogerá de este modo, será el de hacer más variados, entretenidos e interesantes los exercicios escolares, y ésta es una ventaja apreciabilísima, que se debe procurar en todos los ramos de enseñanza, y más que en ninguna en la de las primeras letras, mezclando lo útil con lo agradable.
 
A esta ventaja -le seguirán otras de no menor importancia; porque los niños aprenderán a leer con más facilidad, como se ha evidenciado; se desterrará ese guirigai tan chocante y que tan malos resabios deja; todo bascongado sabrá leer con desembarazo en su lengua, y la aprenderá juntamente con la castellana; hablará ésta con menos irregularidad; y últimamente no se preparará como de intento el terreno a la lengua castellana, para que camine, sin obstáculo y a paso acelerado en nuestro solar, acabando con nuestra nativa lengua.
 
Si al método, que se propone, se agregare la impresión de algunas obritas bascongadas que por su interés y agrado convidaren a su lectura, el resultado seria todavía más completo y satisfactorio; pero la esfera reducida de la lengua bascongada, que la diferencia de sus dialectos la circunscriben más todavía, no promete despacho de semejantes obras suficiente para cubrir los gastos de la impresión, sin cuio inconveniente no faltaría quien se dedicare gustoso a su composición por hacer este servicio a su país (1).
__________________________________________________________________

(*)No existían en aquel tiempo textos y libros para la escuela en vascuence. Es precisamente el empeño de Iztueta, Iturriaga y Luis de Astigarraga, de lo que se habla en la correspondencia.

(1) Estamos preparando un estudio sobre éste tan debatido o tópico problema. Concretamente en Zaldivia, y en 1789, se exigía en un acuerdo del Ayuntamiento la enseñanza tanto del castellano como del vascuence.

En este ensayo Iztueta exagera evidentemente. Estamos plenamente de acuerdo con el P. Villasante en la afirmación que hace en su «Historia de la Literatura Vasca», pág. 254: «Los vascos nos quejamos frecuentemente de que maestros y maestras caste- llanos vengan a regentar las escuelas primarias de nuestros pueblos; pero luego, con notable falta de lógica, apenas si se encuentra un vasco que quiera tomar sobre sí la abnegada y sacrificada labor docente. El materialismo nos empuja a otras profesiones más lucrativas o cómodas. ¿Hay, entonces, derecho a quejarse de oue los extraños al país sean los educadores de nuestros niños? ¿No sería más eficiente imitar el ejemplo de Iturriaga o el de un Gre- gorio Arrúe?».