Izarra DesgaitutaIzarra DesgaitutaIzarra DesgaitutaIzarra DesgaitutaIzarra Desgaituta
 

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 Antes de llegar a Zaldivia, la carretera y el río Amundarain se encuentran muchas veces, y otras se esquivan.
 
Después de un llano con prados verdes y caseríos a su vera, la cumbre del Txindoki y la sierra de Aralar como telones de fondo, tras un recoveco a la altura de la fábrica de jabones Bilore, surge de improviso, inesperado, el pueblo apretado entre el cinturón de montes.
 
Desde la recta, hemos visto antes un camina serpenteante en busca de las cimas de la sierra vasco-navarra.
 
Ahí, en su arranque, en casa nueva labrada en piedra, otrora rodeada de un bosque de castaños, vino al mundo Iztueta el 29 de noviembre de 1767, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, hace exactamente doscientos años.
 
Para este 3 de diciembre —día culmen del homenaje— me han pedido un artículo (1).
 
No es empeño fácil éste de compendiar en breves líneas la vida inquieta, zigzagueante y misteriosa, siempre tensa, de Iztueta.
 
Además, pienso que habrá tal fervor y entusiasmo entre las gentes de la Provincia con sus autoridades al frente, representantes de la Prensa y de las mismas cámaras de TVE, que no habrá sosiego para leer un artículo demasiado pesado.
 
Me ha parecido mejor entonces escribirte a ti, Iztueta, una carta en que te explique un poco las cosas y las razones del homenaje.
 
* * *
Admirado paisano Juan Ignacio Iztueta:
 
Quiero recordarte ante todo que naciste hace doscientos años, y que han transcurrido 123, si mal no recuerdo, desde que cerraste los ojos en agosto de 1845.
 
Pienso que si volvieras hoy a Zaldivia, después de tus correrías por la Provincia o de la cárcel, quedarías sorprendido. Ya no te encontrarías con sólo dieciocho casas en su casco, bajas, elementales. En tu tiempo no había carretera. Hoy resulta muy estrecha para tanto auto, y no saben los conductores dónde dejar los camiones o los autobuses.
 
A pesar de su antigüedad (siglo XI), tú sabes que en tu niñez estaba como acabado de estrenar con su nueva iglesia, plaza y unos 1.300 habitantes.
 
La Provincia, según nos dices y que tan bien conocías de un extremo a otro, tampoco contaba con muchos: unos 120.000, a pesar de que muchos años atrás, el 25 de julio de 1511, en una Real Cédula dirigida al hijo del descubridor de América, Diego Colón, gobernador de la Isla de Santo Domingo, se diga que en las montañas de Guipúzcoa hay «mucha gente y poco aparejo para vivir». Esto último sí que lo creo, porque entonces apretaba la miseria y hasta un hermano tuyo se vio complicado en un proceso por robo de una arquilla de dinero en la iglesia de Olaberria. También tú dejaste fama fundada de esto.
 
Yo he leído —no sé si es verdad — que entonces tu Provincia bien amada iba a la cola de lo que llaman la renta «per capita», detrás de Zamora, y que hoy en día, está a la cabeza de todas, debido ello en mucho a su industria, reconocido tesón, laboriosidad y espíritu de empresa.
 
Los pueblos que conociste están archipoblados y toda la demarcación guipuzcoana sería gran urbe, si no hubiera angostura de valles y montañas que se precipitan unos contra otros, impidiendo su ensanche y prolongación. Ha habido una transformación muy grande, sobre todo muy acelerada en estos últimos años.
 
Es verdad que, sí comparamos con otros, el tiempo que te tocó vivir fue muy movido, por guerras, enfermedades... y tu vida misma rocambolesca.
 
El día 6 de diciembre de 1801 (2) estabas arrestado en las reales cárceles de Villafranca de Oria, días después en Tolosa y tras cinco mese:, el 11 de mayo de 1802 en Azpeitia, como lo dices tú mismo en la autodefensa.
 
¿Qué desventura te llevó a aquella oscuridad? ¿Moriría de pena tu primera mujer? (3).
 
Conociste, sí, la invasión francesa el año de 1808, al mismo tiempo que salías de la cárcel para unirte con Conchesi; el incendio de la ciudad de San Sebastián. en donde, al menos en 1814, estabas con el alma postrada ante las pavesas humeantes y con dolor —¡ oh profundo y mortal dolor!— por el fallecimiento en 1815 de tu adorada Conchesi. Bien es verdad que te dio una hija, Ignacia, pero ¡qué tierna y frágil!
 
Pena también, honda pena por aquel Valentín (con tan sólo 15 años) que llegó a La Habana en 1824, cuando tú te alegrabas con la publicación de tu libro de danzas. Al morir (4) tu otro hijo. Francisco, que estaba allí, no tuvo entrañas ni fue capaz de darte la noticia. ¡Qué vasco!
 
Estuviste viudo durante 13 años, y otra vez —superando tristezas— quisiste por esposa a tus 61 años a María Ascensión (la llamabas Asenchí) Urrózola. Sabes que era del caserío Andrésqueta, de Cizúrquil.
 
¿O no te acuerdas que, al cerrar los ojos a este mundo, tuviste que dejar el fruto de tu tercer matrimonio en minoría de edad? Menos mal que la encomendaste a tu sobrino Juan Ignacio, sin hijos él, pero, eso si, con cariño fuerte, como de verdadero padre, por tu hija Antonia.
 
Y ¡la primera guerra carlista! ¡Y lo que te pesó durante tu vida entera el haber prestado mantas y jergones!; el cólera, del que te hablan algunas veces en las cartas y que tantos estragos causó, etc.. etc.
 
Pero mejor es olvidarse de todo aquello.
 
Sabes también que por entonces se fundaron los Amigos del País (algo tuvo que ver Jovellanos) y había estudiosos que dieron con el volframio en Versara, en donde viviría alguna de sus fábulas Samaniego. Con todo, aquella vida no dejaba de ser muy pastoril y montaraz.
 
Sin duda, te impacientas porque todavía rao te he dado razón de por qué hay tanta gente en Zaldivia en el día de hoy. Quizá te muestres menos extrañado con los dantzaris vestidos de blanco, txistularis, bersolaris y cantores de canciones sentimentales. Amaste y luchaste mucho por el mantenimiento de todo ello.
 
Verás con buenos ojos que tus deseos y ansias no fueron vanos, y ello sin duda te ha de alegrar. Por eso enseñaste delante de tu casa a los muchachos de Zaldivia, y también en la Casa de Misericordia de San Sebastián: los aires al maestro Latierro para que los pasara al pentagrama, porque aunque tenias buen oído, no eras músico. ¡Cuánto mejor que tu hermano José María, que estuvo aprendiendo de organista en Azpeitia, hubieras aprovechado tú y podría haber servido a tus generosos y altos ideales!
 
Pero vamos a dejar esto u un lado. Tus padres tenían entonces demasiado trabajo, habiendo construido la casa un año antes de nacer tú y teniendo que sacar adelante el negocio o el telar para usos y necesidades de los pastores que, como sabes, eran numerosos en la sierra de Aralar. Además erais muchos hermanos.
 
Sabes que tu pudre murió cuando tenías 22 años. Era hidalgo y tenía varias capas. Por cierto, de las dos a ti te dejó la mejor.
 
Tu madre viuda, no sin penas bien hondas y entrañadas, vivió más años.
 
Pero veo que tu impaciencia sube de punto. No tardo más. Te voy a explicar las razones que han motivado esta presencia de gentes para sublimar tu memoria. No pienso agotarlas. Resultaría muy larga esta carta. Y además te podría cansar. Me basta con indicarte unas cuantas.
 
Tú sabes que nuestros bailes, tradiciones y canciones corrían peligro de perderse en aquella tolvanera de cosas que siguieron a las invasiones de las tropas francesas, la guerra de la Independencia, la Revolución en todos los órdenes.
 
Pues bien, tú fuiste uno de los pocos promotores de un movimiento de afirmación y defensa de los valores ancestrales. No sólo no te contentaste con enseñarlos, sino que quisiste recopilarlos, dejando a la posteridad y a nosotros nada menos que 36, con noticias de juegos y diversiones que, sin tu pluma, hubieran quedado desconocidos para nosotros. He aquí una razón. que sólo ella, de por sí, podría bastar para dar a entender un motivo del homenaje.
 
Pero hay otros que no quiero silenciar. También escribiste otro libro. «Guipuzcoaco condaira». Pusiste mucho cariño en él. No se cuánto tiempo te llevó y si trajiste algún baúl muy grande con la suma del Bachiller de Zaldivia, libros y papeles en su interior. Lo juzgaron entonces de interés. Me consta que hoy es un ejemplar bastante raro, y hay quienes lo han querido leer estos días, sin que hayan podido conseguirlo. Yo lo leí hace 23 años, cuando celebramos más modestamente, pero más auténticamente, en 1945, el centenario de tu muerte. Al menos formamos un cuadro de dantzaris con tus bailes. Creo que a la Comisión organizadora de los actos ni se le ha pasado por la cabeza.
 
Estos días lo he vuelto a releer y he gozado mucho con todas las hoy raras y curiosas noticias que en sus páginas recogiste. Creo que te van a pagar bien las molestias que te tomaste, al escribir con mano febricitante en tus postreros días, aunque todo lo hacías en impulsos de amor a la Provincia. No se a quién confiaste el original, pero llegó al puerto seguro de la imprenta.
 
Casi me estaba olvidando que también escribiste versos. Eras bersolari. Hubo un amigo que copió tus estrofas. Revolviendo papeles, las encontré dentro de un proceso de un ladrón a quien seguramente conociste. En ningún lugar mejor podían haber estado.
 
Después he sabido que no había fiesta de amigos o bodas en donde no hubiera el regalo de tus versos. Sobre todo, muy conocida es, y la sigue siendo, tu poesía amorosa «Kontxeshiri». Algunos han dicho que es una verdadera perla, una java, una flor fresca y fragante de nuestro huerto literario. Yo bien lo creo y estoy de acuerdo con todos ellos.
 
Todas estas y más razones las podría yo sintetizar con Charles Bordes diciendo que tu obra puede ser única en la bibliografía del folklore vasco, o con Julio Caro Baroja, que eres precursor en ciertas tendencias modernas en los estudios etnológicos y antropología social.
 
De mi parte, podría añadir con mucha más razón que cuando escribí de Pujana, que la lejanía indispensable para una justa y exacta valoración de cualquier hecho histórico o de un personaje, demuestra a todas luces que —situado en la clave cordial de tiempos difíciles para nuestro folklore—, fuiste en cierto modo providencial. Y que tu figura, lejos de menguar u oscurecerse, gana día a día nuevos quilates de valía e interés.
 
No le quepa la menor duda. Tu ascendiente y poderío en estas horas de la historia y de las letras vascas, está en que fuiste un auténtico resucitador de las danzas y su único recopilador. Que hiciste de tu vida un culto gozoso y total a ellas. Que todavía haces recorrer por el escenario de nuestras plazas y descampados un aire de fiesta primitiva. Que pocos nos han transmitido noticias de tan curioso interés como tú en «Guipuz-coaco danzac» y en «Cuipuzcoaco condaira». Y que tu nombre pervive en el recuerdo y la memoria de muchos, como acreditan los estudios e investigaciones y la presencia de tanta gente junto a tu casa natal y en la plaza de tu pueblo.
 
Podría continuar adelante, extendiéndome que no todo fue claro en tu vida. Por algo tus paisanos te conocían con el sobrenombre de «Txuri». No sé cómo traducirlo al castellano y me veo en parecidas dificultades, como cuando tú te veías con un texto de Gaspar de Jovellanos para hacerlo al vascuence.
 
Toda persona es un misterio y no es el menor el que esconde tu vida. He revuelto muchos papeles, y, aunque he aclarado muchos puntos, todavía no he podido saber exactamente a qué se debió tu estancia en la cárcel, aunque nos digas un poco vagamente el motivo. Para que después Carmelo Echegaray te trate de ingenuo. ¡Ya, ya!
 
Pero, en fin, yo creo que estabas bien arrepentido de aquello, y algunas reces el recordarlo es un pecado de desconfianza en Dios.
 
Ya está bien. Temo estar abusando, no sólo de ti, sino también de los lectores. Hasta otro día.
 
Queda de ti affmo., enlazado en la misma, amistad sacerdotal de Francisco Ignacio de Jáuregui que escribió un «Calbarioco bidea» tan bueno, de los dos Lardizabal, uno, confesor tuyo, y el euskarólogo, albacea de tu testamento,
 
JOSE GARMEDIA ARRUEBARRENA
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(1) Este artículo fue escrito y no publicado para el día del homenaje —3 de diciembre de 1967—, con motivo del bicentenario del nacimiento del coreógrafo.
(2) Más precisiones y detalles en la reseña biográfica.
(3) María Joaquina de Linzundia moría el 26 de marzo de 1802, a los 12 años de matrimonio y 33 de vida, estando en la cárcel Iztueta.
(4) Hacia 1840, en La Habana. ('*) Al presentar este libro a la seria minoría de los estudiosos vasco y al publico en general, me veo obligado a hacer una confesión. Hubiera deseado para él todo el rigor de la «obra bien hecha». Mi condición tan sólo de aficionado en estas materias, de «dilettante», con la premura de tiempo no habrá logrado ese ideal. Ofrezco este libro como una contribución a la cultura vasca y al esclarecimiento de Iztueta. Me vería compensado en mi ardua labor si otros vinieran a leer y a estudiar todo este material inédito. Y con esta declaración por delante puedes ya, lector, emprender el camino de este libro.